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“LA GENTE ME RECHAZARÁ”
Cercanamente relacionado con el
temor a vernos expuestos ante la gente (temor a la vergüenza), el siguiente
tipo de temor es la razón más común por la que somos controlados por otras
personas: me pueden rechazar, ridiculizar o despreciar (temor al rechazo). No nos invitaron a la fiesta. Nos ignoraron. No nos quieren. No están
complacidos con nosotros. No nos dan la
aceptación, amor o importancia que deseamos por parte de ellos. Como resultado, nos sentimos sin valor
alguno.
Puede ser que te de un poco de ánimo
saber que, aunque parezca ser muy moderno, el temor al rechazo ha sido un
problema para muchos hombres ilustres a través de la historia. Por ejemplo, Moisés les advirtió a los líderes
y jueces de Israel precisamente acerca de esto (Deut. 1:17). Moisés sabía que la gente reverenciaba las
opiniones de los demás, mostraba favoritismo, u honraba a una persona por
encima de otra, debido a que temían el rechazo de aquellos que eran considerados
más importantes. Tal tendencia humana
debía ser un asunto muy importante para los jueces de Israel. Por ejemplo, si un israelita tenía que
juzgar un caso que involucrara a un trabajador prominente del metal, podía
haber cierta cantidad de presión para suavizar el fallo o pasar por alto la
sentencia por completo. Pues de lo
contrario, el trabajador de metal podía rechazar al juez la siguiente vez que
solicitara sus servicios. ¿Puedes ver
el problema? Los jueces pueden ser controlados por el acusado si él tiene algo
que el juez desee. En tales situaciones
la gente llegaba a ser grande y la justicia de Dios pequeña.
Me pregunto cuántos de nosotros
tememos (respetamos o reverenciamos) a aquellos que tienen más dinero, más
poder, más educación, más atractivos.
Como consejero he sido testigo, en mi propio ministerio y en el de
otros, de un acercamiento más amable y cuidadoso cuando se aconseja a un
donador potencial que cuando se aconseja gratuitamente a un indigente.
El rey Saúl es un ejemplo bíblico
específico de alguien que experimentó el temor al rechazo. En 1 Samuel 15, Saúl recibió el mandato de
destruir por completo a los de Amalec.
Luego Dios dio gracia a los ejércitos de Israel para que derrotar a ese
pueblo, pero “Saúl y el pueblo perdonaron a Agag, y a lo mejor de las ovejas y
del ganado mayor, de los animales engordados, de los carneros y de todo lo
bueno” (1 Samuel 15:9). Cuando el
profeta Samuel confrontó a Saúl con su crasa desobediencia, Saúl confesó su
pecado, pero se justificó. “Temí al pueblo y consentí a la voz de ellos.” (1
Samuel 15:24).
Hay dos perspectivas posibles con
relación a la justificación de Saúl. En
verdad se pudo haber sentido presionado por sus generales para llevar a casa
algo del botín de guerra, en tal caso, su defensa es inexcusable a la luz del
sin fin de advertencias que Dios hace de no temer a la gente. O quizá Saúl
pensó que el temor a los demás era tan común que Samuel aceptaría su excusa
porque era algo tan humano. Después de
todo, puesto que es parte de nuestro ser ¿cómo podemos ser responsable de ello?
Sin importar cuál de las dos alternativas representa los motivos verdaderos de
Saúl, el temor a otros tuvo resultados catastróficos: fue la razón por la que
Saúl perdió su reino.
Los fariseos del Nuevo Testamento
compartieron con Saúl el mismo temor al rechazo. Deseaban la aceptación y aprobación de la gente, y tenían temor
de no obtenerlas. Muchos fariseos se
jactaban de que no creían en Jesús, y aun acusaban a aquellos que sí creían de
estar viviendo bajo engaño (Juan 8:45-50).
Sin embargo habían algunos líderes que no podían hacer a un lado la
enseñanza de autoridad de Jesús y sus milagros, y creían en él
calladamente. En otras palabras, creían
que Jesús había sido enviado por Dios; él era el Mesías por el que habían
esperado y orado. Con tal convicción,
uno pensaría que estos líderes se convertirían en discípulos inmediatamente y
buscarían persuadir a la gente a que creyeran.
Sin embargo, esto no ocurrió. Su
fe rápidamente se marchitó. ¿Por qué?
Temieron confesar su fe por la posible reacción de los de la sinagoga, “porque
amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:43). Sintieron que necesitaban la alabanza de los
hombres. Temieron más al rechazo que al
Señor.
Todo esto suena tan familiar. Algunas veces preferiríamos morir por Jesús
que vivir para él. Si alguien tuviera
el poder para matarnos por nuestra profesión de fe, me imagino que la mayoría
de los cristianos diría, “Sí, soy un creyente en Jesucristo”, aun si esto
significara la muerte. La amenaza de
tortura podría hacer que algunos lo pensaran dos veces, pero pienso que la
mayoría de los cristianos reconocería a Cristo. Sin embargo, si tomar una decisión por Jesús significa que vamos
a pasar años siendo rechazados, ignorados, pobres o criticados, entonces habría
grandes masas de cristianos que “tirarían la toalla” temporalmente. “La muerte no es inminente, así que ¿para
qué apurarse en tomar una decisión precipitada?” “Ya habrá tiempo más adelante
para corregir las cosas con Dios”.
En otras palabras, mátame, pero no
hagas que no me quieran, me aprecien o me respeten.
¿Suena esto muy exagerado? Recuerda
esta palabra: evangelismo. Estoy seguro que muchos adolescentes
preferirían la muerte antes que ser vistos con el grupo de jóvenes de la Iglesia
o haciendo un drama cristiano en la calle.
¿No son acaso los viajes misioneros más populares aquellos que nos
llevan lejos de nuestro propio vecindario?
Ir a Rusia es fácil, pero nuestro propio vecindario es un desafío
constante. ¿Acaso alguien consistentemente
ha tenido el denuedo y la claridad de Jesús en su testificar del evangelio?
Nunca. ¿Alguien ha evitado
consistentemente el temor al hombre en el contexto del evangelismo? Ciertamente
no. Hay una “locura” inherente en el
mensaje de la cruz. La proclamación
clara del evangelio no nos hace ver bien.
No nos hace ser populares.
El pecado residente en el corazón
humano (el temor al hombre) tiene un poder asombroso. La alabanza que los demás nos dan – esa brisa suave que dura un
segundo – puede parecernos más gloriosa que la alabanza que viene de Dios. Jesús mismo le dijo a los líderes Judíos,
“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros; y no
buscáis la gloria que viene del Dios único?” (Juan 5:44).
Hoy en día seríamos amables y
diríamos que los fariseos buscaban “complacer a la gente”. Diríamos que “luchaban con la presión de
grupo”. Puesto que todos somos
afectados por ella en momento u otro, somos empáticos hacia tal conducta. Pero esta es quizá la forma más trágica del
temor al hombre. Los adolescentes
constantemente toman decisiones necias debido a ella. También los adultos buscan la aprobación de la gente. Esperamos a que los demás tomen iniciativas
de amor. Pasamos mucho tiempo
preguntándonos qué pensaran los demás de nuestra ropa o de los comentarios que
hacemos en el grupo de estudio bíblico.
Vemos oportunidades de testificar de Cristo, pero las evitamos. Estamos
más preocupados por no vernos mal (un temor al hombre) que por actuar
pecaminosamente (temor del Señor).
Jesús vivió en un contraste total a
esta preocupación de los fariseos. No
mostró favoritismo; en lugar de esto, alcanzó tanto a los hombres como a las
mujeres, a los ricos y a los pobres, y a todas las razas y edades. Su enseñanza no fue dada basándose en las
encuestas sobre qué se consideraba popular en la época; por el contrario, el
habló la verdad que a menudo no era popular, pero que podía penetrar el corazón. Dijo: “Yo no recibo la gloria de los
hombres”. Aun sus opositores podía ver
esto.
“Maestro sabemos que eres amante de
la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de
nadie, porque no miras la apariencia de los hombres” (Mateo 22:16).
Por supuesto, estos comentarios
fueron una forma de adulación para tender una trampa a Jesús, pero eran ciertos
de todas maneras. Eran parte de la
enseñanza de autoridad de Jesús, y eran una de las características que
distinguía su ministerio del de todos los otros líderes judíos.
Esto también caracterizo el
ministerio del apóstol Pablo. Él
exhortó a las iglesias a ser imitadores de él como él lo era un imitador de
Cristo (1 Cor. 4:16; 1 Tes. 1:6). Por
medio de esto, estaba animando a sus discípulos a imitar su vida y doctrina,
una imitación que ciertamente incluía buscar la alabanza de Dios y no la de los
hombres (1 Tes. 2:4). Pablo no buscaba
“complacer a la gente”. El buscaba amar
a la gente, y debido a eso, no cambió su mensaje de acuerdo con lo que los
demás pudieran pensar. Sólo aquellos
que aman a la gente son capaces de confrontar.
Sólo los que aman a la gente no son controlados por otras personas. Pablo inclusive le indicó a los Gálatas que
si todavía estuviera tratando de agradar a la gente, no sería un siervo de Dios
(Gálatas 1:10). Con tal seriedad Pablo
tomó el temor al hombre.
Esto no quiere decir que fue algo
natural para él. Pablo tenía las mismas tendencias carnales que nosotros
tenemos y lo sabía. Como resultado, le
suplicó a la Iglesia que orara por él.
“Y por mí, a fin de que al abrir mi
boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del
evangelio . . .que con denuedo hable de él, como debo hablar.” (Efesios
6:19-20)
Consideremos
ahora un ejemplo más trágico del temor a la gente.
Pedro ha llegado a ser conocido por
su estilo impetuoso. De todos los
discípulos, él parecía el más osado. El
sería la última persona de quien esperaríamos alguna lucha con el temor al
hombre. Pero este mal esta en el
corazón tanto del osado como del cobarde.
¿Cómo pudo negar al Señor? Había
visto los milagros. Le había sido dado
el Espíritu que le reveló que Jesús era
el Cristo. El era la roca. Presenció la transfiguración. Amaba a Jesús. La negación era inconcebible.
Pero él era como nosotros – un pecador, un inepto espiritual aparte de
la obra constante del Espíritu Santo.
El también podía exaltar a la gente a tal grado que parecieran más que
el mismo Jesús.
En una noche fría, Pedro estaba afuera
de la casa del Sumo Sacerdote mientras Jesús era interrogado adentro. Estaba sentado cerca de una hoguera con un
grupo de oficiales y sirvientes. “No se
de qué me hablas”, dijo cuando alguien le dijo que lo había visto con Jesús.
En vista de tal negación, podríamos
asumir que su oponente era un centurión, un fariseo o alguien que pudo haberlo
ejecutado en el acto. Su vida debió
haber estado en gran peligro. Pero no,
era una muchacha. Ni siquiera una mujer
de gran influencia, sino una sierva.
Sí, ella era la sierva del Sumo Sacerdote, el Sumo Sacerdote estaba
ocupado inquiriendo a Jesús.
Ciertamente no tenía tiempo para Pedro.
Otro discípulo, probablemente Juan, estuvo inclusive dentro de la casa
durante el juicio de Jesús. Si hubieran
querido aprehender a un discípulo, el de dentro de la casa hubiera sido la
elección obvia.
Podríamos pensar que la vida de
Pedro estaba en peligro, pero no fue así.
Necesitó muy poca provocación para negar a Cristo.
Fue cuestionado una segunda vez ,
quizá por la misma muchacha, y tuvo una respuesta similar. Pero ésta, no fue una respuesta tímida del
tipo “no-los-mires-a-los-ojos”. Fue una
negación directa, puntualizada con un juramento. Seguramente Pedro sabía la seriedad de los juramentos. Conocía la enseñanza de Jesús del Sermón del
monte, “Que tu sí sea sí y tu no, sea no.”
Pero el pecado hizo que esa verdad fuera irrelevante en ese
momento. El temor al hombre siempre es
parte de un trío que incluye incredulidad y desobediencia.
La tercera negación fue peor. Comenzó a maldecir y a jurar diciendo “No
conozco a ese hombre”. En otras
palabras, “que el Dios altísimo me maldiga a mí y mi familia si no estoy
diciendo la verdad”. El temor al hombre
es un lazo traicionero.
Ese momento no pudo haber sido peor. Pues en ese momento, Jesús pudo mirar a
Pedro, lo más probable en lo que lo llevaban de la casa del Sumo Sacerdote al
Sanedrín. Jesús miró directamente a
Pedro.
Para Pedro, esto fue como si el
fuera el primer Adán. Sintió la mirada
del Santo y no pudo haberse sentido más desnudo. No había donde esconderse.
En cuanto a Jesús, sólo podemos imaginarnos qué es lo que estaba
pensando.
Lo que sabemos es que cuando Jesús
apareció a sus discípulos, se deleitó en demostrar su perdón maravilloso hacia
Pedro. “Díganle a sus discípulos y a
Pedro”, anunció el ángel después de la resurrección. Luego, quizá en otra noche fresca alrededor del fuego, Jesús
sustituyó las tres negaciones de Pedro con tres invitaciones a apacentar Su
rebaño, y terminó diciendo, “sígueme” (Juan 21:15-19).
Habiendo experimentado la maldición
del temor al hombre, habiendo sentido la mirada del Dios Santo, y habiendo
conocido tal amor rico y perdonador, Pedro, sin duda alguna, había aprendido la
lección. O al menos así lo pensó. A pesar de su fe firme y los dones dados por
el Espíritu, este hombre notable fue humillado otro a vez debido a su temor a
las otras personas. Esta vez, la
ocasión en que demostró su deseo de “agradar a la gente” fue durante una comida
con un grupo de Cristianos.
Pedro estaba muy consciente de que
los gentiles estaban incluidos en el evangelio. Después de su visión en Hechos
10, pasó tiempo con gentiles como Cornelio.
Sin embargo, cuando vinieron a él los Judíos cristianos que consideraban
que la circuncisión era parte del evangelio, él se separó de sus hermanos y
hermanas gentiles. Los trató de acuerdo
con la costumbre judía y no como el Señor había ordenado.
¿Por qué hizo esto? Le temía al
grupo de la circuncisión. ¿Cuáles
fueron las consecuencias? Otros Judíos, incluyendo a Bernabé, fueron llevados
al mismo error. Tal “hipocresía” fue
tan seria que Pablo se opuso a Pedro cara a cara (Gal. 2:13).
¿Aprendió Pedro la lección
finalmente? Esta es quizá la última anécdota personal que escuchamos acerca de
Pedro, porque Lucas, quien escribió el libro de Hechos, siguió más el
ministerio de Pablo que el de Pedro.
Sin embargo, las dos epístolas de Pedro con mucha probabilidad fueron
escritas después de este evento, y 1 Pedro, en particular, sugiere una conexión
entre estos eventos en la vida de Pedro y la manera como él enseñó a la iglesia
primitiva.
“Y quién es aquel que os podrá hacer
daño, si vosotros seguís el bien? Mas también si alguna cosa padecéis por causa
de la justicia, bienaventurados sois.
Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis. Sino santificad a Dios el Señor en vuestros
corazones.” (1 Ped. 3:13-15a).
Pedro decía: “No teman a la gente;
teman al Señor”. Él sabía que el temor
al hombre podía ser una trampa.
¿Qué es lo que tienen en común el
temor a la vergüenza y el temor al rechazo? Usando una imagen bíblica, ambos
indican que la gente es nuestro ídolo favorito. La exaltamos por encima de Dios.
La adoramos como quienes tienen una mirada penetrante como la de Dios
(temor a la vergüenza) o como quienes tienen la habilidad semejante a Dios de
“llenarnos” de autoestima, amor, admiración, aceptación, y otros deseos
psicológicos (temor al rechazo).
Cuando pensamos en ídolos,
usualmente pensamos en baal y otras creaciones materiales hechas por
hombres. En segundo lugar, pensamos en
el dinero. Raras veces pensamos en
nuestro cónyuge, nuestros hijos, o un amigo de la escuela. Pero las personas son nuestros ídolos
favoritos. Ellos existen desde antes de
baal, el dinero y el poder. Como todo
ídolo, las personas son criaturas, no son el Creador (Rom. 1:25), y no merecen
nuestra adoración. La gente es adorada
porque percibimos que tienen el poder
para darnos algo. Pensamos que
pueden bendecirnos.
Cuando reflexionas sobre esto te das
cuenta de que la idolatría es la estrategia más antigua del corazón
humano. Los objetos de adoración pueden
cambiar con el tiempo, pero el corazón permanece siendo el mismo. Lo que ahora hacemos no es diferente a lo
que los israelitas hicieron con el becerro de oro. Cuando los israelitas salieron de Egipto, se sentían muy
vulnerables y necesitados (y tenían un corazón duro y rebelde). Aunque habían sido testigos del poder de
Dios, tuvieron temor. Se sintieron fuera
de control. La solución fue escoger un
ídolo en vez del Dios verdadero. Al
hacer esto, se estaban oponiendo y evadiendo a Dios.
Se opusieron a Dios al confiar en
ellos mismos y sus propios dioses en vez de confiar en el Dios verdadero. Después de todo, no podían tener la certeza
absoluta de ese Dios iba a bendecir a las mujeres con fertilidad. Y qué de esos otros dioses que parecían
tener poder para dar cosechas abundantes? Sólo en caso de que Dios no fuera suficiente,
ellos comenzaron a seguir a otros dioses.
Pensaron que los ídolos les darían lo que deseaban o sentían que
necesitaban. Deseaban un dios que
pudieran controlar y manipular. No
deseaban a nadie encima de ellos mismos, incluyendo a Dios. Pensaron que Dios no iba a ser capaz de “ir
al paso” de sus deseos, y buscaron bendición y satisfacción en algo que
pudieran controlar. Deseaban hacer su
voluntad en vez de la de Dios. Esta es
la altura de la rebelión.
Al seguir a otros dioses, los
israelitas también querían evadir a
Dios. Esto les convenía más que la
confianza en Él. El pueblo de Israel
nunca antes había visto un despliegue de santidad como el que vieron en el
Sinaí. Tal santidad los dejó sintiéndose
vulnerables y al descubierto. Se dieron
cuenta de su propia vergüenza. Para lidiar
con este terror santo, sus corazones rebeldes fueron en busca de un dios que
fuera inofensivo. Y el becerro de oro
ciertamente fue eso.
De la misma manera ocurre hoy en
día. En nuestra incredulidad, nos
oponemos y evadimos a Dios. ¿Cuál es el
resultado de esta idolatría de la gente? Como en toda idolatría, el ídolo que
escogemos adorar pronto se adueña de nosotros.
El objeto que tememos nos conquista.
Aunque sea insignificante en la realidad, el ídolo llega a ser enorme y
nos gobierna. Nos dice cómo pensar, qué
sentir, y cómo actuar. Nos dice qué
ponernos, nos dice que nos riamos por una broma sucia, y nos dice que estemos
aterrados si tenemos que ponernos de pie y hablar enfrente de un grupo. Nos
sale el tiro por la culata. Nunca
tuvimos la expectativa de que el uso de personas para satisfacer nuestros
deseos nos dejara esclavizados a ellos.
Sara era la estrella de tres
deportes en uno de los mejores colegios del país. No sólo eso, sino que también era la capitana de los tres
equipos, y habían ganado el premio a la mejor atleta femenil. Con tal habilidad y reconocimiento pensarías
que se sentía muy bien con ella misma, pero ya estaba preocupada por al año
siguiente. Las expectativas de los
demás serían mayores. ¿Cómo podría
superar lo que ya había logrado? Una de sus buenas amiga relató: “Dijo que
quería ser la mejor novia, la mejor atleta, la mejor estudiante.”
Deseaba renunciar a alguno de sus
deportes para aliviar algo del estrés abrumador en su vida, pero tenía miedo de desalentar a sus compañeras. No consideraba ni siquiera por un momento
decir “no” a alguna amiga. Una persona
observó: “Ella quería agradar a todos y no podía detenerse”. Sólo pudo pensar en una salida. Sarah tomó un rifle calibre .22 y se disparó
en el pecho.
La gente se había convertido en el
ídolo de Sarah. Necesitaba su
aprobación. Necesitaba su amistad, y se
sentía totalmente sofocada por la posibilidad de que alguien tuviera opiniones
desfavorables sobre ella. La trágica
realidad es que Sarah se convirtió en la esclava de su ídolo, y la tragedia
acompaña a tal esclavitud. Sarah no
veía otro camino hacia la libertad.
El propósito de estos primeros dos
capítulos es revelar que el temor al hombre está en todos nosotros. La realidad detrás de este temor es mucho
más profunda que nuestra idea actual de tener miedo. En el sentido bíblico, aquello a lo que tememos revela en dónde
está nuestra lealtad. Nos muestra dónde
ponemos nuestra confianza. Muestra
quién es grande en nuestras vidas.
1.
En tus propias palabras, ¿Qué es el temor al
hombre?
2.
Si el temor a los demás es tan prevaleciente en
nuestras vidas como lo sugiere la Biblia, haz una lista de las maneras en las
que se expresa en tu vida. Puedes
empezar con alguna ilustración clásica de cuando eras más joven, pero asegúrate
de también llegar a relatar aquello que ocurrió la semana pasada.
3.
Aquí hay otras preguntas que pueden desenmascarar
el temor al hombre.
·
¿Qué pensamientos y acciones prefieres mantener
ocultos? Deseos pecaminosos, animosidades, ciertos hábitos . . . tales
actividades muy probablemente apuntan hacia el temor a los demás.
·
¿Has notado alguna ocasión en la que te cubriste
la espalda con mentiras, justificaciones, culpando a otros, evadiendo, o
cambiando el tema? Si es así, lo que deseas es verte mejor delante de la gente.
·
¿Muestras favoritismo? ¿Respetas más al rico que
al pobre? ¿Al inteligente más que al menos inteligente? Esta es quizá la
expresión más inadvertida del temor a la gente. Muestra que respetas a una persona más que a la otra.
4.
¿Cuáles
son algunas imágenes que te describen?
5.
El libro
Codependent No More ofrece soluciones
atroces para el temor al hombre, pero lo describe muy bien. Aquí hay algunas de sus descripciones. Trata de reinterpretar estas descripciones y
ve los ídolos que están detrás ellas.
Los codependientes pueden:
·
Pensar y
sentirse responsables de otras personas.
·
Sentirse
compelidos a ayudar a los demás a resolver sus problemas
·
Cansarse
de sentir como que ellos siempre dan a los demás, pero nadie le da a ellos.
·
Culpar,
culpar, culpar.
·
No
sentirse apreciados.
·
Temer el
rechazo.
·
Sentirse
avergonzados de lo que son.
·
Preocuparse
por si le caen bien a los demás o no.
·
Enfocar
toda su energía en otras personas y sus problemas.
·
Amenazar,
sobornar, suplicar.
·
Tratar
de decir lo que ellos piensan que será agradable o les traerá lo que necesitan.
·
Manipular
·
Permitir
que los demás los lastimen y nunca decir nada.
·
Sentirse
enojados.
·
Sentirse
como mártires.
·
Ser
extremadamente responsables o irresponsables.