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“LA GENTE ME VERÁ”
El temor del hombre pondrá lazo;
Mas el que confía en Jehová será exaltado. (Prov. 29:25)
Si es cierto que el temor al hombre
es un problema universal como parece serlo, entonces podría esperarse que la
Escritura estuviera llena de descripciones abundantes y enseñanza profunda
acerca de ello. Y es eso exactamente lo
que encontramos. Una de las preguntas
dominantes en la Biblia es ¿A quién temerás (necesitarás, o seguirás)? ¿Temerás
a Dios o a las personas? La Escritura nos da tres razones básicas por las que
tememos a los demás, y consideraremos cada una a su tiempo.
1. Tememos a la gente porque puede exponernos y humillarnos.
2. Tememos a la gente porque puede rechazarnos, ridiculizarnos, o
despreciarnos.
3. Tememos a la gente porque puede atacarnos, oprimirnos o amenazarnos.
Estas tres razones tienen una cosa en común: Ven a la gente más “grande” (es decir, más poderosa e importante) que Dios, y, por ese miedo que se crea en nosotros, le damos a los demás el poder y el derecho de decirnos qué sentir, pensar o hacer.
Paso 1: Reconocer que el temor al
hombre es un tema preponderante tanto en la Biblia como en tu vida.
El temor que viene de la vergüenza.
Una de las razones por las que tememos a la gente es que ellos pueden exponernos o humillarnos. Esto es evidente desde el principio de la humanidad. Inmediatamente después del pecado de Adán y Eva, sus ojos fueron abiertos, y se dieron cuenta que estaban desnudos (Gen. 3:7). Este es el estreno del temor a las demás personas. La consciencia de la vergüenza. Sentirse expuesto, vulnerable y en una necesidad desesperada de ser cubierto o protegido. Sentirse bajo la mirada del Santo Dios y las demás personas. Dios puede ver nuestra desgracia, y los demás se convierten en una amenaza porque también la pueden ver. Sus opiniones percibidas pueden ahora dominar nuestras vidas. La historia de la Escritura se convirtió una en la que la gente frenéticamente buscaba donde esconderse y protegerse de la mirada de Dios y de los demás.
Fue
evidente primeramente al notar la mirada
de la otra persona. Después vino la aún
más penetrante mirada de Dios. Ambos
estaban tan contrariados que Adán y Eva se escondieron, y todavía seguimos
escondiéndonos. Ciertamente Adán y Eva
sabían que estaban desnudos antes de pecar, y existen todas las razones para
creer que, en su estado de inocencia, se miraban el uno al otro admirados de su
apariencia física. Pero esta mirada era
diferente. Se podía ver una desnudez
más profunda, o al menos, el que era observado se sentía más expuesto. Los ojos de la otra persona se volvieron
luces cortantes que podían ver el cuerpo y el alma, que podían ver la fealdad
del pecado. El sensación de sentirse
expuesto, anteriormente desconocida, ahora era lo único que sentían. Eran vistos por el otro, y lo que ahora se
observaba era vergonzoso. Sus almas,
que en otro tiempo fueron admiradas en su inocencia y belleza, ahora eran
grotescas.
Intentaron
solucionarlo cubriéndose, pero aun las pieles de animales fueron incapaces de
aliviar esta vergüenza más profunda. Lo
que un día fue una bendición (conocer y
ser conocido) ahora era una maldición.
Lo que antes fue un contacto visual amoroso, ahora se tornó en algo
ofensivo y entrometido.
Al
momento en que Adán pecó la vergüenza (es decir, “¿qué pensarán de mí? y “Qué
pensará Dios de mí?”) se convirtió en una piedra principal de la experiencia
humana.
Desde
Génesis y en adelante, la desnudez o la vergüenza de ser expuesto ante otros,
llegó a ser una de las grandes maldiciones en la cultura hebrea. Era una maldición profunda porque
simbolizaba la desnudez espiritual y la vergüenza que necesitaba ser
cubierta. Simbolizaba que sin la cubierta
puesta por Dios, nos encontramos desnudos delante de él. Noé maldijo a la descendencia de Cam porque
Cam vio la desnudez de su padre, quizá burlándose o ridiculizando a su
padre. Cuando Job estaba en medio de su
mayor miseria, habló de su temor y clamó diciendo: “Desnudo salí del vientre de
mi madre y desnudo volveré allá”. No
estaba simplemente resignándose a la idea de la muerte; sino que perspicazmente
el sintió que su vergüenza estaba expuesta y que estaba bajo la maldición. El
profeta Amós usó la misma imagen cuando predijo el horrible juicio que vendría
sobre Israel, diciendo: “El esforzado de
entre los valientes huirá desnudo aquel día, dice Jehová.” (Amós 2:14-16).
Una segunda forma de vergüenza
emergió a través de toda la historia espiritual de la humanidad. La vergüenza original simplemente era el
resultado de nuestro pecado. Era el
resultado de estar inmundo y desnudo ante el Dios Santo, y usualmente era
experimentada en nuestras relaciones con los demás. Pero sobrepuesta sobre nuestra vergüenza por el pecado pronto
apareció otra forma de vergüenza que intensificó la vergüenza original. Fue el resultado de ser el objeto del pecado
de otros, de ser víctimas, o ser deshonrados por otros.
Esta segunda forma de vergüenza
puede ser “obtenida” al estar en contacto con algo inmundo. Por ejemplo cuando Dina fue violada por
Siquem, ella fue “amancillada” (Gen. 34:5).
Esto no significa que Dina era responsible por lo que le había pasado. El punto es que aun cuando ella no había
pecado, había un sentido en el que su pureza se vio afectada.
Si un hombre cometía adulterio con
la mujer de otro, el esposo inocente era avergonzado o deshonrado,
literalmente, “desnudado” por el pecado de otro (ver Lev. 20:11, 17, 19, 20,
21). Los hijos rebeldes traían vergüenza
y desgracia a sus padres (Prov. 19:26).
Aun el templo era profanado cuando un hombre inmundo entraba en él
(Salmo 79).
Algo similar ocurría cuando un
Israelita tocaba el cadáver de una animal que había sido declarado
inmundo. Aquellos que lo tocaban, aun accidentalmente,
tenían que lavar sus ropas y eran considerados inmundos hasta el anochecer
(Lev. 11:24).
Por lo tanto, existen dos maneras en
las que podemos llegar a estar desnudos.
La primera es la desnudez impuesta por uno mismo debida a nuestra naturaleza
pecaminosa y nuestro pecado personal. La segunda es la desnudez impuesta por
otros que experimentamos debido al pecado de otras personas. Desafortunadamente, la vergüenza producto de
la victimización se siente igual a la
vergüenza que sentimos por nuestro propio pecado, aunque la causa sea
diferente. Las víctimas sienten pena,
humillación y desgracia por el pecado que otros cometen contra ellos. Se sienten impuros, desnudos y sin acceso a
alguna cobertura. Se sienten como si
estuvieran bajo la mirada omnisciente de los demás, y por lo tanto, le temen a
la gente. Pero, teológicamente, existe
una gran diferencia entre estas dos maneras.
·
La
vergüenza producto del pecado es algo que traemos sobre nosotros; la vergüenza
producto de la victimización es algo hecho contra nosotros.
·
Todos
hemos experimentado la vergüenza producida por el pecado, pero no todos hemos
tenido intensificada esta vergüenza por
la victimización.
El mejor ejemplo conocido de la vergüenza por victimización es la
vergüenza producida por haber sido víctima del pecado sexual de otro. Las
mujeres que han sido violadas sexualmente pueden sentirse abrumadas por lo que
perciben como la mirada de Dios y los demás.
Una mujer me dijo: “Siento como si tuviera un
anuncio de neón en mi frente que dice: fui violada por mi tío”. Como ella hay miles de otras mujeres.
Otra víctima me dijo: “Tengo temor de abrir mi
boca cuando estoy alrededor de otras personas.
Si abro mi boca saldrá lodo”.
Estas expresiones dolorosas son claramente la consecuencia de la vergüenza por victimización, pero
debemos recordar que tales experiencias no excluyen la vergüenza de pecado, la
cual es una condición universal. La vergüenza por victimización usualmente intensifica la vergüenza por pecado existente con anterioridad. He conocido a muy pocas personas que estaban
luchando sólo con vergüenza por
victimización. En vez de esto,
tales víctimas necesitan la dirección bíblica para lidiar con sus propios
pecados, como también con la experiencia de haber sido objeto del pecado de
otro. Algunas veces tienen pecados que
deben confesar; algunas veces deben aprender a creer la promesa del perdón de
los pecados. De cualquier forma, sería
cruel descuidar la vergüenza por pecado
porque ante Dios, todos debemos lidiar con ella, y hasta cierto punto nuestra
consciencia lo sabe. Por lo tanto, en
la discusión sobre la vergüenza que sigue a continuación, voy a combinar ambas
categorías (vergüenza por pecado y vergüenza por victimización). Las voy a separar más adelante, pero por ahora,
consideremos los siguientes ejemplos de vergüenza por el pecado que, en algunos
casos, es intensificada por la victimización.
La vergüenza en el mundo de hoy
¿En dónde encuentras vergüenza en la cultura secular actual? Mira nuestros libreros. La vergüenza está tan presente en la literatura moderna que raya en la moda del momento y quizá está en peligro de ser expuesta en demasía. La Máscara de la vergüenza de Leon Wurmser, Vergüenza y Orgullo de Donald Nathanson, y Sin donde Esconderse de Michael Nichols son ejemplos de las discusiones más técnicas sobre la vergüenza.
Tal vez no hayas escuchado acerca de estos libros, pero seguramente estás familiarizado con una forma menos técnica de la vergüenza: la autoestima. La vergüenza, y su sentimiento de desgracia ante Dios y los demás, surge en nuestra cultura como una baja autoestima, con sus sentimientos de falta de dignidad. Tanto la vergüenza como la baja autoestima tienen sus raíces en el pecado de Adán. Ambas son gobernadas por las opiniones percibidas de los demás, y ambas involucran el “no sentirnos bien con nosotros mismos”. La única diferencia es que nuestra palabra “vergüenza” todavía retiene la idea de que estamos avergonzados delante de Dios y delante de otras personas, en tanto que la “autoestima” es vista estríctamente como un problema entre nosotros y las demás personas, o un problema sólo dentro nosotros mismos. La baja autoestima es una versión popular de la vergüenza o desnudez bíblicas. Es una vergüenza secularizada.
Cuando te das cuenta que la “vergüenza” es casi intercambiable con la “baja autoestima”, es difícil encontrar un libro que no discuta sobre este tema. Desde el libro de Gloria Steinem “Revolución desde adentro: un libro de autoestima” hasta cada libro de texto de primaria en los Estados Unidos, la sociedad parece haber llegado a la conclusión de que la baja autoestima es la raíz de todo problema. Cuando asistí a la primera junta de padres de familia de la escuela de mi hijo, se nos informó que el propósito principal de la escuela era apuntalar la autoestima – y los padres dieron una gran ovación. Todos creían que se estaba atacando el problema medular de la niñez.
Yo no aplaudí. Al contrario, mi esposa y yo tuvimos que decidir si nuestra hija continuaría en esa escuela. ¿No empeora el problema la enseñanza de la autoestima y su énfasis en el yo? Ciertamente esa ha sido mi experiencia. Cuando intenté elevar mi autoestima, sólo me llevó a una autoconsciencia dolorosa y a aumentar mi individualismo. La enseñanza de la autoestima parece ser sospechosa, aun desde la perspectiva secular. ¿No les estamos haciendo un mal a los niños al adularlos con aprobación no merecida? El autorespeto que las escuelas están tratando de proveer a sus alumnos sólo viene cuando la persona desarrolla una habilidad creciente para confrontar las tareas difíciles, arriesgarse al fracaso y vencer los obstáculos. No puedes simplemente conferir autoestima a otra persona. Paradójicamente, ¡La causa de la baja autoestima es la suposición de que las demás personas pueden controlar la perspectiva que tenemos de nosotros mismos!
Pero aun con todas las maneras descabelladas en las que los libros populares tratan de inflar nuestra autoestima, existe un mensaje bíblico en todo esto. El interés masivo en la autoestima y la dignidad personal existe porque está tratando de ayudarnos con un problema real. El problema es que realmente no estamos bien. No existe razón alguna por la cual debamos sentirnos bien con nosotros mismos. En verdad somos deficientes. El endeble puntal sobre el que descansa la enseñanza de la autoestima eventualmente colapsa cuando la gente se da cuenta de que su problema es mucho más profundo. El problema es, en parte, nuestra desnudez delante de Dios.
También existen otras maneras en las que la vergüenza escala hasta la superficie:
· Aun con toda la pornografía y el nudismo que es parte de la cultura occidental, todavía se mantiene el tabú con respecto a la desnudez. ¿Por qué? Porque es un símbolo de nuestra necesidad de ser cubiertos espiritual y profundamente.
· Podemos estar cantando con todo nuestro corazón cuando estamos solos, conduciendo al trabajo, con el radio a todo volumen. Pero si alguien nos ve, nos sentimos apenados. No importa si la persona es un completo desconocido y nunca más la veremos. El o ella nos vio y brevemente nos recordó del profundo temor a ser expuestos.
· Tenemos reglas no escritas, aunque claras, acerca de cuánto tiempo mirar a alguien. Lo cortés es tener “contacto visual” breve, pero dejar la vista fija no se considera correcto y puede provocar incomodidad, e inclusive hostilidad. Las mujeres se quejan de que los hombres las tratan como objetos al mirarlas fijamente; ellas sienten como si estuvieran siendo desvestidas.
· Aun las alucinaciones nos cuentan la historia de estar “bajo la mirada”. Por todo el mundo, una alucinación común es la de ver unos ojos fijos sobre el que alucina. Son ojos que te siguen, penetrantes y peligrosos.
· ¿Has notado cuán a menudo la iglesia evangélica enfatiza la honestidad y la apertura? Se necesita una repetición continua porque no nos gusta estar al descubierto. Aún como cristianos preferimos tener paredes de autoprotección.
Escondiéndose y Espiando
En los Estados Unidos, una metáfora
común que la gente usa para describirse a sí mismos es una variante de cubrirse
la cara por vergüenza: “Somos personas dentro de cuatro paredes. “Las paredes tienen cuatro pies de
grosor. Nadie puede entrar o salir”. Estas cubiertas desesperadas nos aíslan,
pero también nos protegen de la mirada de los demás. En la práctica, estas
paredes pueden ser edificadas con miles de materiales diferentes: dinero, fama,
logros atléticos, trabajo y activismo.
Sin embargo, nada que el hombre haga puede cubrir verdaderamente la
vergüenza.
Una característica curiosa de la
mayoría de estas paredes es la manera como nos permiten ver a las demás
personas. La anchas paredes
aparentemente tienen pequeñas rajaduras o ventanas que nos permiten ver hacia
afuera. Nos queremos esconder, pero
también queremos espiar. El espionaje
nos puede revelar la vulnerabilidad de los demás de tal manera que podemos
creer que no son diferentes a nosotros (o aun no son tan buenos como
nosotros). La desgracia desea
compañía. Por otro lado, nos puede
revelar a alguien que es fuerte y puede ser nuestro héroe. Con un héroe, nos podemos sentir menos
aislados porque podemos entrar a una relación segura de fantasía.
La fantasía es un pasatiempo popular
detrás de estas paredes. Por ejemplo,
Paula manejaba su mundo a través de fantasías, pero nunca te hubieras
enterado. Ella era una mujer soltera
cristiana de éxito. Tenía un magnífico
empleo de mucha responsabilidad y abundante reforzamiento de la compañía. Era activa en la iglesia y a todos les caía
bien. Pero en las noches, ella vivía
con su esposo heroico de fantasía y con sus hijos de fantasía. Una razón por la que desarrolló su mundo
fantasioso fue porque éste le daba lo que ella deseaba. Otra razón fue porque le proveía relaciones
sin el riesgo de ser conocida.
Las luchas de Bill seguían una pauta
similar. “Quiero satisfacer mis
necesidades, pero no quiero ser expuesto.
No quiero que nadie realmente me conozca”. Así que para crear un mundo
que pareciera “seguro” se entregó a la pornografía y la masturbación.
Lo confieso, la fantasía también ha
sido parte de mi propio mundo. Por
ejemplo: Soy relativamente coordinado de la cintura para arriba, pero mis pies
son torpes. Coincidentemente, mi esposa
Sharon coordina muy bien todo su cuerpo, y le gusta bailar. Pienso que Dios lo hizo así para hacerme
humilde.
¿Saben que pasó la última vez que
llegamos a casa de una fiesta en la que intenté bailar con mi esposa? Mi mente comenzó a rumiar; comencé a tener
la fantasía de que yo era un gran bailarín.
Mi fantasía era que caminaba a la pista de baile como una persona común
y corriente, pero de pronto me convertía en John Travolta. La gente estaba maravillada, mi esposa
pensaba que yo era grandioso . . .¿Me explico?
Dependiendo de cómo lo mires fue
divertido o triste. El punto es que
esta fantasía relativamente inofensiva está llena de temor al hombre, de
vergüenza y orgullo. Es temor al hombre
porque soy consumido por lo que los demás pueden pensar de mi torpeza. Es vergüenza, especialmente la versión más
secularizada, porque no me siento muy bien conmigo mismo. Me siento expuesto ante los demás, creyendo
que sólo un inútil sería tan malo en la pista de baile. Es orgullo porque quiero ser visto como alguien
excepcional, al menos en alguna cosa.
Esa es la paradoja de la autoestima:
La baja autoestima usualmente significa que pienso demasiado alto de mí
mismo. Estoy demasiado involucrado en
mí mismo, siento que merezco más de lo que tengo. La razón por la que me siento mal conmigo mismo es que aspiro a
algo más. Deseo, por lo menos, unos
minutos de grandeza. Soy un plebeyo que
desea ser rey. Cuando estás bajo el
control de la baja autoestima, es doloroso, y ciertamente no se siente como si
fuera orgullo. Pero creo que este es el
lado oscuro y silencioso del orgullo – orgullo frustrado.
Nuestros corazones ciertamente están
ocupados mientras nos escondemos y espiamos.
¿Te has preguntado porque son
populares ciertos programas de televisión o revistas? ¿No nos ofrecen una breve
oportunidad de espiar a otros desde atrás de nuestras paredes de vergüenza? Nos
permiten ver la desgracia de otros, y eso hace que la nuestra sea
“normal”. O nos permiten identificarnos
con nuestros héroes para así poder sentirnos mejor brevemente con nosotros
mismos.
Somos una especie de “Tom, el mirón”
modernos. Mientras que “Tom, el mirón”
está viendo a alguien a través de la cerradura, al mismo tiempo está siendo
observado por otro mirón, quien está siendo observado por otro, quien está
siendo observado por otro más.
La medianoche
A principios de la década de 1800, el
filósofo danés Soren Kierkegaard observó que la vida de la gente consistía en
esconderse y espiar. En vez de usar
paredes, la gente usa máscaras.
“¿Sabes que llega la medianoche cuando
todos se quitan la máscara? ¿Piensas que la vida siempre permitirá que se
burlen de ella? ¿Piensas que puedes esconderte antes de que llegue la
medianoche para evitar esto? ¿No te aterra esto? He visto hombres en la vida
real que han engañado por tanto tiempo a los demás, que al final su verdadera
naturaleza no puede ser revelada; he visto hombres que jugaron “busca – busca”
por tanto tiempo que al final, en su locura, revelaron sus pensamientos
secretos a los demás que hasta entonces habían ocultado orgullosamente.”[1]
El tiene razón. Todos los días es un Halloween. Uno de
nuestros rituales matutinos regulares es ponernos nuestras máscaras, de la
misma manera como nos cepillamos los dientes y desayunamos. Pero para nosotros ponerse el disfraz es
todo, excepto una festividad. Debajo de
las máscaras están las personas que están aterradas por la posibilidad de ser
revelados. Y, ciertamente, un día las
máscaras y otras cubiertas serán removidas.
Habrá una revelación eterna. Pero no debemos temer tanto a ser vistos
por los demás. Después de todo, los
demás no difieren de nosotros.
Kierkegaard apunta hacia un temor más profundo: los ojos de Dios. Si la mirada del hombre despierta temor en
nosotros, cuanto más la mirada de Dios.
Si nos sentimos al descubierto delante de otras personas, nos sentiremos
devastados delante de Dios.
Inclusive aun sólo pensar en tales
cosas es demasiado abrumador. Nuestros
corazones tiemblan ante tal pensamiento, y hacemos cualquier cosa que podamos
para evitarlo. Una manera de evitar los
ojos de Dios es vivir como si el temor a los demás fuera nuestro problema más
profundo – ellos son grandes, no
Dios. Esto, por supuesto, no es
cierto. El temor a la gente a menudo es
una versión más consciente del miedo a Dios.
Es decir, somos más conscientes de nuestro temor a los demás que de nuestro
miedo a Dios. El temor a los demás es
un fenómeno real. En verdad tenemos
temor de los pensamientos, opiniones y acciones de los demás. Pero debajo de eso escondemos, lo mejor que
podemos, un miedo a Dios más desesperante.
Por ejemplo, notemos la versión bíblica de las máscaras de Kierkegaard.
“Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les
dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y
por vuestros hijos. Porque he aquí
vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no
concibieron, y los pechos que no criaron.
Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los
collados: Cubridnos.” (Lucas 23:28-30)
Cuando Cristo regrese, aquellos que
estén desnudos preferirán ser cubiertos con las montañas de Jerusalén antes que
ser expuestos a la mirada santa de Dios.
La Respuesta de Dios
Por supuesto, Dios tiene una respuesta
para este temor, y la consideremos brevemente con mayor detalle. El evangelio
es la historia de Dios cubriendo la desnudez de sus enemigos, trayéndolos a la
fiesta de bodas, y luego casándose con ellos en vez de aplastarlos. El rey David, conociendo estas buenas
noticias dijo, “Oh Señor, tu me has examinado y conocido” (Salmo 139:1). La mirada de Dios (una maldición para los
que están desnudos) fue una bendición para él.
Es una protección para aquellos cuya culpa ha sido perdonada y cuyos
pecados han sido cubiertos.
Pero el temor a Dios puede estar
todavía presente, y con buena razón.
Para aquellos quienes han sido cubiertos con la justicia de Jesús, este
temor puede no ser el temor de ser aplastados.
En vez de esto, puede imitar el temor de David (Sal.119:120) o Isaías
(Is. 6) quienes sabiendo que era pecadores, temblaron ante el Dios
Altísimo. Puede ser un temor asociado
con pecado no confesado. Puede ser un
temor asociado con una falta de confianza en las promesas de Dios. O puede ser un temor por sentirse “inmundo”
por haber sido objeto del pecado de otro.
Mientras seamos pecadores, la vergüenza será una experiencia común. Todos sabemos algo de la vida detrás de las
paredes y las máscaras.
La respuesta parece ser sencilla:
Recuerda que en la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, a través de la
fe, él te ha cubierto con vestiduras de justicia. Ha removido tu vergüenza. Esta puede ser la única enseñanza
liberadora que necesita la persona temerosa.
Sin embargo, mi experiencia personal y como consejero sugiere que hay
muchas veces cuando la solución requiere más que el recordatorio de que Jesús
murió por nosotros. Por ejemplo, ¿No es
cierto que Paula, Bill y yo necesitamos algo más? Con esto no estoy diciendo
que el evangelio de Jesús no sea suficiente.
Lo que quiero decir es que hay enseñanzas implícitas en el evangelio que
necesitan atención. Por ejemplo, ¿De
qué necesitamos arrepentirnos? ¿Amo a los demás en el nombre de Jesús, o estoy
más interesado en protegerme de ellos? ¿Cómo puedo pensar en mí mismo con menor
frecuencia?
Hay mucho más que decir acerca de lo
que la Biblia dice de la vergüenza, pero resumiré lo que hemos visto. La primera perspectiva bíblica del temor al
hombre es que es el resultado de la desnudez que viene por el pecado. Debido a que el pecado está todavía presente
en nosotros, experimentamos pena, vergüenza, el sentimiento de ser puesto al
descubierto y vulnerabilidad. Como
resultado de esto, tratamos de protegernos y evitar la mirada de otros. Aparentemente el problema real parece ser la
mirada de la gente, pero en la realidad, el problema está dentro de nosotros, y
entre Dios y nosotros. La presión de
grupo no es la explicación. El problema
medular no es la mirada de los demás.
La clasificamos dentro de la categoría más general de “el temor a los
demás” sólo porque esta experiencia es más obvia cuando estamos ante otras
personas. Por ejemplo, No me hubiera
apenado si el auditorio de la preparatoria hubiera estado vacío, o el
subdirector me hubiera llamado por teléfono para decirme que yo había ganado el
premio. La presencia de otros nos hace sentir al descubierto. Sin embargo, aunque se siente como si los
demás estuvieran produciendo la vergüenza, en realidad la llevamos con nosotros
todo el tiempo. Los demás simplemente
desencadenan su aparición.
Las raíces del temor al hombre
inducido por la vergüenza están en nuestra relación con Dios. Estamos parados, al final de cuentas, bajo
su mirada santa y penetrante. Cuando
estamos particularmente conscientes de que hemos violado la justicia de Dios,
esa mirada nos condenará a menos de que confesemos nuestros pecados y afirmemos
que, por la fe, “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de
Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb.10:10).
También podemos no ser santos por
haber sido contaminados por el pecado de otra persona. En tales casos, no somos
directamente culpables de nuestra impureza, pero de todas maneras, estamos
desnudos y necesitamos una cubierta para el pecado que sólo Dios puede proveer.
Para Pensar
1.
Si
todavía tienes dificultad en ver el temor a las otras personas, considera las
maneras en las que tu vida privada es diferente de tu vida pública. ¿Existen pecados que puedas confesar a Dios
con facilidad, pero que sería muy difícil compartir con otra persona? ¿Existen
cosas de ti mismo que sencillamente no quieres que la gente sepa? Estas
preguntas pueden revelar algunas de las raíces del temor al hombre por la
vergüenza en tu vida.
2.
Considera
algunas de las estrategias que usas para cubrirte, y recuerda que la mayoría de
las personas usa una multitud de envolturas.
3.
¿Has
escuchado la ilustración acerca de cinco hombres que recibieron una llamada
anónima que decía: “Ya saben lo que hiciste.
¡Abandona la ciudad inmediatamente!”? Al llegar la noche, cuatro de
ellos ya habían salido de la ciudad. La
razón por la que fueron controlados por el que llamó fue que sus consciencias
los condenaron. ¿Te condena tu
consciencia? Si es así, confiesa tus pecados a Dios y pídeles poder para
cambiar. Una consciencia clara es una
gran bendición y una manera de quitar desde la raíz el temor a otras personas.
[1] Tomado de “Either / Or” en Kierkegaard Anthology, ed. Robert Bretall (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1946), 99.